miércoles, 19 de marzo de 2014

Setenta y Uno: Administración de la Tristeza

Creo que todos hemos vivido momentos de pesar alguna vez. Más de alguno, hemos tenido la sensación de que será difícil salir de la pena  y –en un acto de suma valentía- hemos decidido pedir ayuda a personas que saben del tema, para que nos muestren algunas puertas.

A mí me pasó (quizá también a ustedes) en la adolescencia, como consecuencia de mi búsqueda de sentido. Lo pasé mal, lloré bastante y finalmente vi que por delante había muchos nuevos y radiantes días para disfrutar de innumerables experiencias que valían la alegría (no la pena). Hubo un momento especial, en que caí en la cuenta de que por alguna razón, mi estado más natural era el de la tristeza. Y no fue un descubrimiento dramático, sino por el contrario, significó entender por fin mis particularidades. Por ejemplo, esa tendencia media masoquista, de poner los discos más tristes y ver las películas más emocionantes, en los momentos más angustiantes.

Con el tiempo y el continuo proceso de autoconocimiento, aprendí a “Administrar la Tristeza”. Así, como lo leen. Creo que era inevitable que eso ocurriera, si quería sentirme satisfecho de mi mismo, sin deudas emocionales en el camino. ¿Por qué no podría existir un concepto así, si todo el tiempo estamos leyendo libros, ensayos o discursos sobre la Administración del Cambio, del Conocimiento, de las Personas…todas ideas sobre el control de espacios emotivos, más que materiales.

En la labor de padre, Administrar la Tristeza se ha vuelto para mí un eje primordial. Los niños esperan que siempre estemos enteros, sólidos, sin vacilaciones, y trasladar nuestras emociones al terreno en que interactuamos con ellos, puede resultar chocante. Ahora mismo, vengo saliendo del impacto de un dolor grande, y me he sorprendido gratamente de lo capaz que he sido de no transmitir esos sentimientos a Darío. De hecho, ha sido él con su sonrisa, sus conversaciones, sus conclusiones sobre el mundo, uno de los grandes facilitadores de mi recuperación.

Darío sigue estando ahí, recordándome que aun cuando el mundo se vea oscuro, tengo suficientes razones para sentirme feliz. Y, más aún, agradecido de lo que me he decidido vivir. Ni hablar de la Andrea, con quien el lazo es todavía más antiguo y cada vez más hermoso, por los cambios y experiencias que nos han regalado los años queriéndonos.

Leo mis palabras hasta acá y reconozco una claridad que, por supuesto, no era tal en los momentos más duros. Así mismo pasa al lado de nosotros, cuando no sabemos cómo levantar a aquellos que vemos sufrir por alguna razón. Qué difícil resulta encontrar las palabras adecuadas para aliviar una pena, más todavía cuando entendemos las razones y nos identificamos con ellas. Qué difícil resulta ponerse en la piel de los demás, cuando estamos pasando por un momento muy diferente.


Estos días hay personas que me han obsequiado palabras de aliento, de cariño, de compasión, de alivio. También silencio, porque siempre es necesario contar con él, cuando nos toca pensar respecto de lo que nos pasa. Todo ha sido bien recibido, porque más allá de las intenciones de quienes me rodean, mi actitud ha sido abierta y sensible. Desde mi dolor, decidí recibir todo lo que viniese mirando con la esperanza a tope. Pensando cada día en la misma frecuencia que el presidente Mujica, de Uruguay, cuando dijo tan sencillamente: “Siempre que llovió, paró”. Por acá estoy, secando cada cierto rato los rincones que todavía están húmedos, pero consciente de que el cielo seguirá cambiando.

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